miércoles, febrero 08, 2006

cuento que tardé mucho tiempo en escribir pero que al final terminé y digo, me parece, que está bueno


Hasta 18.000 kg de peso, incluso. Tracción 4x2, ó 4x4. La que uno quiera. De 6 o 9 velocidades. Carrozado de estructura mayormente compuesta en aluminio, un mínimo de cinco compartimentos cerrados con persianas, depósitos de agua construidos en acero inoxidable con capacidades entre 1.500 y 5.000 litros de agua y bombas de alta y baja presión con rendimientos entre 1.800 y 3.200 l/m a 8 bar.

“Qué vehículo magnífico”, había pensado Tornicheli. El carro de bomberos daba vuelta apiñando la esquina y batallaba por detenerse al tiempo que fuerzas centrípetas lo sacudían hacia uno y otro lado.

En cierta ocasión, siendo niño, Tornicheli tuvo una audiencia en el juzgado de menores. Todos esperaban hablando bajo – discretos, regulares – cuando el juez apareció en su capa, tan negra, tan vasta y tan sobria como brutal, como desde otra configuración. Un lugar radical y dilecto, de hombres inapelables, categóricos. Después Tornicheli iba a pensar que ese juez era un imbécil. En realidad cualquiera que decidiera estudiar leyes era un imbécil para Tornicheli. Pero ese día, mientras el juez atravesaba el camino hasta llegar al estrado, un sonar de perdigón y pavimento quedó grabado en su memoria. El mismo que sintió cuando esos hombres enfundados en sus trajes negros y amarillos y sus cascos antiflama traspasaban, arrastrando esa enorme e impracticable manguera, la observante multitud que se quebraba ante tanta verticalidad.

Todavía andaban por ahí las matronas (esa horda). Pero ahora observando a una distancia prudencial. La Clarisa lloraba y gritaba, insultaba llorando y todas las variantes que pueden encontrar entre estos términos. Y las llamas saludaban desde las ventanas como burlándose, como colegiales arriba del colectivo partiendo en viaje de egresados.

“El Seba”, un bombero un tanto más petizo que sus compañeros, tomó posición sobre uno de los compartimentos del camión, mayormente de aluminio. En cuanto le avisaron giró la llave y un disparo furioso de agua salió haciendo tambalear a los cuatro que sostenían la manguera.

“Es así. A veces la gente se vuelve loca” le decía, en una extraña mezcla de sapiencia y resignación, Bustamante al jefe del escuadrón de bomberos voluntarios de Villa Celina. El jefe miraba a la Clarisa y miraba a la horda de matronas y miraba a los vecinos y miraba a sus hombres en acción. Siempre algún pelotudo de esos que siempre saben de qué trata el asunto venía a explicarle las cosas.
Un poco, el fuego retrocedió.

La Clarisa, igual. Ni se dio cuenta. Como siempre, como había sido toda su vida; no le importaba nada. Sacudiendo esas trenzas a medio desarmar para tomarse la cara con las manos, la camisa chueca y desgajada, la falda llena de barro y harina, lanzando lágrimas y sollozos para todos lados. Un pato enojado y enfermo del hígado, una conductora de televisión mejicana. Después, seguramente, los vecinos volverían a hablar de ella. Después todo el mundo iba a escuchar la historia y la señalarían cuando vaya a la verdulería, a la plaza, a la sede de la Unión Vecinal…

El Seba seguía sentado sobre el compartimiento del camión mirando al fuego y, ocasionalmente, también hacia los costados. Sus compañeros arremetían, frenaban, retrocedían y arremetían nuevamente.

Un vecino por ahí comentó que, de todos modos (sí, así dijo), ver a un mecánico – el Jorge, por cierto - a las 10 de la mañana vestido de camisa y saco, bañado y peinado era bastante sospechoso. En un barrio como Villa Celina esos detalles no pasan desapercibidos ¿Lo tenían castigado? ¿Hace ya cinco meses? Probablemente era cierto, conociendo a la Mangacha. Igualmente Tornicheli bien podía figurárselo esa mañana al Jorge atravesando la avenida hasta cruzar con Derqui; marítimo, arrebatado, con esos ojos negros y hundidos temblando y detrás, por dentro, un tronar caliente y cimarrón. Atávico, burbujeando. Se sabe: no tenemos tan domesticado a este animal (esta bestia). No tanto como tanto como creemos al menos…

“Estas cosas también tiene la civilización. Tres bombas estallan en Tel Aviv, un piloto desquiciado arroja su avión sobre una ciudad, un buque saboteado que se hunde en el océano, uno de ustedes mismos se enoja ante un regaño de su madre, toma una tijera y destruye su vestido favorito. Cosas que pasan acá, en la civilización.” explicaba Tornicheli a los pibes Aguirre que miraban el episodio desde al lado suyo.

La casa, mientras tanto, como una niña desengañada y enfurecida, seguía ardiendo por dentro y por fuera. Los bomberos que sostenían la manguera pidieron más potencia para el chorro y apuntaron a las paredes laterales intentando, ya no apagar el fuego, sino evitar que pase a propiedades vecinas.

Tornicheli observaba: el Jorge ni se aparecía. Claro. (¡El Jorge!, las manos en la cintura, la panza redonda, madura, altanera). La Clarisa, en cambio, descajetada y sola. Alguien por ahí - en una de esas impracticables atribuciones de autoridad - habló de justicia divina. Del brazo de cobre inexpugnable de Dios. En todo caso, lo que sí era seguro era que después el párroco iría a visitar a Clarisa. (Y él le había hablado, del ladrón bueno y el ladrón malo, del arrepentimiento. Le explicó, comprensivo, el sentido en el episodio de María Magdalena y la primera piedra. La buena noticia. Le comentó de todos esos pescadores juerguistas y borrachos y de las prostitutas y el recaudador de impuestos que eran amigos de Jesús. Y de Pedro también, el padre de la iglesia, quien lo había negado tres veces. Pero lo que el párroco no sabía era que si esas mujeres; que si al menos la mitad de las mujeres de esa horda tuviera el coraje que ella tiene… Que si una de ellas, siquiera, pusiera el pecho – por lo que es y por lo que tiene – como lo hace ella cada día. Quizás su nombre no estaría ahogado en una pila de hormigas coloradas. Quizás ella no estaría tan sola…
Pero mucha mujer era Clarisa. Y en Villa Celina no estaban seguros de cómo hacer con eso.)

“De todos modos nadie podría imaginarse a María Magdalena matando a piedrazos a otra persona”, comentó Tornicheli a los muchachos Aguirre que no habían entendido nada antes y tampoco entendían nada ahora. “Tenía la bestia demasiado vuelta. Demasiado evidente.”

En el caso de Clarisa, las puertas de su casa siempre estaban abiertas. Y eso lo sabía el Jorge o cualquiera de los hombretones de Villa Celina tanto como lo sabía la Mangacha. Pero ese día - precisamente, pero como tantos otros - los listones incandescentes y filosos del animal andaban sin resguardo. Desanudados, listos para estallar. Cualquiera se daba cuenta con solo atender a esa camisa y ese saco que todavía seguían tirados. Ahí, a unos metros de la casa.

Tampoco era que ella había caído de sorpresa. Cada vez que iba a hacer las compras (y era, al menos, tres veces por semana) la Mangacha se daba una vuelta por el taller para pedirle plata a su marido. Y esa mañana, mientras el Jorge, con los ojos sudorosos y la vista nublada, doblaba por Derqui y empezaba a bajar hacia el este, ella pasaba, casa por casa, buscando a sus compañeras de la “Asociación de vecinas solidarias” para detenerse luego – ahora sí, todas – graves y punzantes, frente a la casa de Clarisa. Como un único y enorme rollo de alambre de púa de plomo.

“Más de dos mil años”, pensó Tornicheli. “Ya van más de dos mil años”. Y los bomberos seguían tratando de apagar ese fuego que ardía, incontrolable.